Hoy fueron los funerales de Pablo. Un hombre que vivió durante años en las calles, que se transformaron en su cobijo, su esperanza, un refugio.
Pablo fue un hombre de profundas convicciones, de fe inquebrantable, de una devoción a toda prueba. Amaba a Dios con el alma de un sencillo, un pequeño que ve todo desde una óptica simple, libre, y pedía en cada Misa, sin rodeos ni palabras grandilocuentes, por sus amigos, sus hermanos, los de la calle.
Agudo como nadie, inteligente, despierto (como un niño), siempre vivaracho. Con un humor a toda prueba, siempre decía cosas en los momentos más inesperados, incluso cuando se celebraban importantes y adustos encuentros.
El alcoholismo fue su cruz, una cruz que, como la de Jesús, lo llevó a la muerte, bajo una noche lluviosa de febrero, lejos, muy lejos de su amada parroquia.
Mientras lo despedíamos, pensaba en lo difícil que es ver en aquellas personas que sufren el rostro de Cristo. Es doloroso y aleccionador, a la vez, recordar cada momento en que, por miedo, egoísmo o desprecio, rehuímos de ellos, pasando por alto el llamado a amar a Dios/amar al prójimo. Olvidamos a tantos Pablos que circulan por nuestras vidas, cuando hemos sido llamados a las "periferias existenciales", en palabras de nuestro papa Francisco.
Nuestro llamado es a buscar a otros Pablos, Cristos, acogerlos, cuidarlos, amarlos. Darles herramientas, apoyo, sostén en sus vidas, aciertos y caídas.
Porque en ellos está el rostro de Jesús, en estos humildes, que son como niños.
Descansa en paz, Pablito, entra en el gozo de tu Señor, y que María que acoja, te reciba con dulzura.
Como a un niño.
Paz y Bien.
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