lunes, 31 de agosto de 2015

Lo de adentro (Mc 7, 1-8.14-15.21-23)

Creo que a más de a uno le afecta un poco de ese gran problemón llamado legalismo. Seguridad, un suelo sin defectos ni sometidos a los terremotos del pensar o a los vientos de los tiempos que corren; eso precipita a muchos a buscar refugios seguros, espacios en donde priman los más abundantes y portentosos reglamentos.

Las seguridades de la fe abren puertas para quienes ven en el mundo un sitio de perdición sin remedio. Así, las normas y exacciones abundan en el devenir diario. La religión es sólo una especie de código legal a cumplir, sin más razón que la voracidad e implacabilidad de la letra.

Y tan seguros viven la vida, que poco importa los actos ante los demás. Sólo invertir en mandatos y en tiempo para cumplirlos, sin importar incluso pasar por encima de quienes tenemos al lado. Así se han construido determinadas tradiciones religiosas, tanto cristianas como no cristianas. Dentro del catolicismo se convive con actitudes de ese tipo: personas más bien atentas a los más mínimos detalles en la liturgia, en las palabras, en la doctrina. Son añorantes de un pasado no muy lejano, plagado de pompas, lujos, llenos de incienso y latines. La gloria de Dios, dicen.

Pero fuera de ese ambiente solemne (digno, le llaman algunos grupos), la vida se torna lamentable, con una moral de explotadores, con actos que harían cuestionar si aquellos pertenecen a la comunidad de la Iglesia. Palabras de odio, actitudes de bajo honor, repulsa basada en el juicio (más bien pre-juicio) son la tónica de muchos quienes, a pesar de ello, no dudan en condenar a quienes están fuera de "la sana doctrina", o simplemente a quienes se les crucen por el camino. Pelambres, agresiones y omisiones, un verdadero antitestimonio, pero que los pone tranquilos, a sabiendas de que cumplen con mil y una normas, algunas verdaderas creaciones particulares.

Ante esta actitud farisaica, Jesús planta terreno. Llenarse de decretos y mandatos no me hará mejor persona. Pueda que me transforme en un esclavo de la letra, en un servidor del mandato, antes de ponerme ante la vida y reflexionar en torno a mi testimonio como cristiano. No valen los detalles ni las misas pontificales al dedillo, ni la cantidad de rosarios que rece por día, si ante el prójimo no tengo una actitud de vida, si en cada cosa que haga o deje de hacer ponga el sello del amor y la vida. Es la actitud desde lo mínimo, para nosotros mismos y para los demás, lo que cuenta. Y no es fácil, lo sé... pero la aventura de creer es eso: aventura creativa y llena de desafíos, que nos ilumina y que recibimos como don del Padre en Jesús, para enfrentar y dar sentido a la existencia, sabor.

Da pena, muchas veces, que personas que están dispuestas a pasar el día entero en el templo no puedan siquiera darse un poquito a la causa de los pobres y olvidados. Una película chilena decía "no basta con rezar". San Benito hablaba claro: "ora et labora".

Lo que importa, antes de volvernos locos en el cumplimiento, es lo que viene de adentro. Que de nuestro interior salgan las más genuinas expresiones del Evangelio es nuestro más digno ropaje. Que no importe tanto los puntos y las comas, los vestones y corbatas. Lo que hace a un cristiano tal es que aquello que sea dicho de Dios se encarne en nuestra existencia, que el sermón de la montaña vaya más allá de un memorizar pensamientos y hacerlos conceptos. Que sea palabra fecunda, que sea lo que se dice. Lo demás viene por añadidura, puede conservarse como también puede prescindirse. Que se deje lo bueno de lo viejo y lo nuevo, como que se guarde aquello que no ayude. ¿Acaso ése no es el espíritu de la tradición, la auténtica tradición cristiana?

Me despido con una historia: una mujer muy devota, verdadero mar de novenas, rosarios y misa diaria. Cumplidora cabal de lo más mínimo, no obstante hacía oídos sordos y manos apretadas ante muchos hombres que vivían en las calles, indigentes que abundaban en el camino de su casa a la parroquia.

Sin importarle lo que le rodeaba, asistía cada día a la celebración eucarística (imagino que ella no celebraba; más bien "oía misa"). Pero un día pasó algo terrible para sus costumbres rígidas.

Se atrasó un poco, pasó por medio de los pobres hombres que imploraban ayuda, sin pescarlos claro. Llegó a la parroquia, y se encontró, espantada, con que la puerta estaba cerrada. Sin saber que hacer, la pobre veterana entraba en verdadero pánico, pues su costumbre piadosa iba a cortarse, Pero de pronto, se encontró de frontón un cartel pegado en la entrada. Y este decía "TAMBIÉN ESTOY AFUERA".

Hagamos carne las palabras de Jesús, y también las del profeta Miqueas:

—Hombre, ya te he explicado lo que está bien,
   lo que el Señor desea de ti:
   que defiendas el derecho y ames la lealtad,
   y que seas humilde con tu Dios. (Mi 6, 8)

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