lunes, 17 de agosto de 2015

Para ser torrente, hay que tener agua...

Ya he escrito, hace bastante tiempo, sobre el valor fundamental del mandamiento de amor a Dios-Amor al prójimo. Mc 8, 12-24 y sus paralelos de Lc 10, 25-28 y Mt 22, 34-40, en enfoques ligeramente diferentes, dejan claro que la exigencia cristiana pasa por entregarse de lleno a la causa de Dios y a la de los demás. Ser prójimo del otro es un acto que va unido profundamente a una vida de encuentro con el Dios vivo. Amar a Dios y amar al prójimo son una sola cosa.

Pero quedé un poco prendido de una pequeña parte de esta perícopa, a propósito de un encuentro sostenido este sábado con jóvenes de comunidades de egresados sscc. "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mc 12, 31). ¿Que sería eso de como a ti mismo?

El encuentro del sábado giró en torno al conocerse a sí mismo, a conectarse con el interior. Recuerdos, vivencias, anécdotas, tragedias y esperanzas; todo ello fluye en nuestra vida, en nuestros intersticios, en cada espacio de nuestra memoria. Con ello nos hacemos lo que somos, nos convertimos en un ser-se.

Es entonces que muchas veces olvidamos lo que somos, nos hacemos los pavos y tratamos de callar nuestras heridas con elementos banales, carentes de relevancia y que, en el fondo, nos sustraen de la vida interna y, a la postre, de la vida externa.

Porque lo que tenemos en nosotros también influye en lo externo, porque nuestra interioridad no puede quedar estancada, como el agua de un pantano. Muchas veces entregamos la corrupción de una existencia que se niega a sí misma, que se hunde en la tormenta del olvido del otro, tanto así que cuando queremos "amar" a los demás, se vuelve un ejercicio de amor propio, de egoísta consumación, de autobombo estéril.

Y a eso iba esta actividad. Al amarse uno mismo, es capaz de amar a los demás. No se trata de entrar en una búsqueda de un "yo-interno", como acto de profunda autocomplacencia espiritual y de egoísmo vital. Si puedo unir los cabos de mi vida, lo hago en la dimensión de Jesús; es decir, en la dimensión de la entrega fraterna, del pan compartido y del testimonio vital en general. 

Acoger y proclamar que el Reino está entre nosotros tiene que ver con lo que somos capaz de donar. Si nuestras existencias se muestran sin color, llenas de trancas, miedos y angustias sin sentido, no podremos dar amor a los otros sino como el pantano otorga sus pestilentes aguas a un canal con destino a la nada. Menos si hay vacío, pues seríamos como bronce que suena (Cf. 1Co 13, 1).

Al conocernos a nosotros mismos nos llenamos del amor de Dios, no para sentirnos satisfechos con nosotros. Al amar nuestra existencia, al juntar los cabos, podemos entendernos y amarnos tal cual nos ponemos frene a la vida. Al amarnos con amor profundo y generoso, podemos sanar nuestras heridas y culpas, y volcarnos sin temores a ser como el caudal de un río lleno de vigor, torrente que nutre y da vida a lo que nos rodea.

Insisto: esto no es meditación trascendental, que queda en el espacio del sujeto, sin mayor resultado para el entorno vital. Nos conocemos para amar, sin medida, a los demás. Amarse uno mismo, para amar al prójimo, para ser prójimo de los demás.
 
Es curioso, pero el silencio que buscamos en el encuentro personal no es para estar permanentemente así. Que sea siempre el comienzo de un armar lío, en clave de grito de justicia, de paz y fraterna vivencia cristiana en medio del mundo y junto al ser humano, al de nuestras comunidades cristianas y a los que viven en el agitado mundo que nos rodea. Que la muerte, silencio del amor (P. Manns), no triunfe en un mundo plagado de sonidos estériles, que nos hacen olvidar el enorme valor de nuestras vidas y personalidades. Que sean forja para dar de beber al mundo el agua de la fiesta y el gozo, agua que nace de quien se ha encontrado con amor con quien es: Hijo amado de Dios, hermano de Jesús, amigo de los hombres.

 

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